A veces hay prácticas que se convierten en rituales de bienvenida. Nos juntamos e imaginamos vino, aplastamos uvas con los pies, tobillos tatuados a mano…Chof, chof, chof. Cubrimos el jugo con un trapo limpio y poroso, membrana que le permitió durante una semana conectar con el entorno, dejando formar parte del ritual a las levaduras silvestres, y metabolizar los azúcares de las uvas, tal como fermentan los frutos caídos.
Al Remover con fuerza y oxigenar cada día, empieza a bullir, a respirar, salpica ¡glu, glu, glu!
Después del filtrado, un olor acético confirmó el miedo y creímos que había devenido vinagre, lo pasamos a botellas y con algo de tristeza empecé a buscar recetas y maneras de utilizarlo.
Una noche en La segunda Duna, no quedaba vino y Clara decidió probar el líquido rosado de las botellas,¡Glup!…no sabía a vinagre, sabía a alcohol, se había transformado en un vino natural con un sabor peculiar, distinto a todo lo que antes habían probado. Una pócima de aromas naturales y culturales que aunque la mente lo intente, no sabe descifrar, y que necesitan cuidado, tiempo, espacio y confianza para recorrer su tránsito.
Nos bebimos y compartimos los 8 litros, brindamos e invocamos a lo que no se ve, dejamos al alcohol entrar y alterar nuestros sistemas para ser menos humanas. Seguimos siendo las mismas sentadas a la misma mesa de la cocina, pero experimentamos como el líquido nos fermenta a nosotras, a nuestros relatos, relaciones y afectos, permitiéndonos transcender a la experiencia cotidiana con algunos grados menos de rigidez.