En la tendencia a nublarse de los días cortos,
cuando las hojas sobre la tierra huelen a mojado
y el frío se agarra a los riñones,
¡Crac, crac, crac!;
miro como flotan en el fluido blanco lechoso
los granos de kefir.
Imagino la complejidad que se reproduce por crecimiento directo y división,
sin pareja sexual,
una comunidad simbiótica de bacteria y fungi,
más de cincuenta especies distintas de agregados que interaccionan
y fermentan los azúcares y las proteínas,
huelo la acidez,
veo como se separa el líquido y cuaja.
Cultivo los hábitos que mantienen las culturas vivas en el tiempo,
sabores y olores que influencian la evolución de otras especies,
co-evolución y co-domesticación inter-especie.
Si no las(nos) nutrimos,
se disuelven y desintegran,
transformándose en una mezcla arbitraria de microorganismos,
mueren sin envejecer,
y no vuelven a la vida de la misma manera.
Pienso en que la muerte certera,
individual, programada e inevitable,
no existía en el inicio de la vida
y en cómo el auto-mantenimiento,
ese metabolismo activo que mantiene la individualidad e identidad,
se interrumpe,
disolviendo el ego y sus membranas.
¿Y si fuera la muerte anunciada condición de la sexualidad acompañada?
¿Y el comer una co-evolución por incorporación?
¿Y el morir el único acto puramente individual?
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